sábado, mayo 29, 2010

La belle personne


Nos llega de tapadillo la última película de Christopher Honoré, la cual fue seleccionada a concurso en la anterior edición del Festival de San Sebastián. Creo que a ello se debe que, finalmente, el cineasta haya podido estrenar en nuestro país, tras seis películas realizadas.

Se trata de una adaptación libre de la novela La princesa de Cléves que Madame Lafayette publicó de forma anónima en 1662. Honoré retoma la historia de una mujer casada que mantiene un romance extramatrimonial, censurable a los ojos de la sociedad. Para su adaptación, decide situar la historia en el tiempo actual y ambientarla en un liceo francés.

Mientras que las notas de producción y lo escrito en torno al filme remarcan cómo Honoré consigue adaptar una novela clásica en un entorno (adolescente) actual sin que el conjunto rechine en exceso, a mí particularmente dicho largometraje se me antoja como un apéndice de la deliciosa Les chansons d'amour (2007), su penúltima película. Si en ésta los personajes, en clave musical, se entrecruzan en un vaivén amoroso y sentimental marcado por el punto de inflexión de la muerte de uno de los protagonistas, en el último filme los adolescentes mantienen relaciones paralelas, se mienten, se buscan, se persiguen y nuevamente la muerte marca su devenir amoroso.

Honoré vuelve a contar con Louis Garrel, su actor fetiche, que encarna a un profesor de Italiano (Nemours), enamorado perdidamente de Junie (Léa Seydoux), una nueva alumna que llega al instituto en mitad del curso, tras la reciente muerte de su madre. Y es que el realizador reincide en su concepción del amor bajo parámetros de libertad moral. Parece decirnos que nos enamoramos de personas, no de hombres o de mujeres, no de jóvenes o adultos, no de heterosexuales u homosexuales.

Contra viento y marea, en unos tiempos cínicos y escépticos, Honoré hace gala de un lirismo exacerbado en el que prima la individualidad sentimental por encima de los valores socioculturales establecidos. No es casual que, para propulsar un canto a la libertad en las elecciones sentimentales, recoja la denostada tradición romántica. Tampoco que, para darle forma cinematográfica, apele al legado de la Nouvelle Vague. No se trata de emular el cine de sus padres cinematográficos, sino, más bien, de recuperar aquellos valores del cine reinvidicados desde la modernidad. Si sus antecesores llevaron a cabo un acto de sublevación contra el cine acartonado, reclamando una autodeterminación ante nuevos temas y formas, Honoré protesta contra la sociedad y defiende la libre elección del sujeto en sus opciones sentimentales. Para ello, no duda en recoger una tradición literaria y cinematográfica de lucha a favor de la individualidad.

Claro que podemos acordarnos de François Truffaut por la claridad narrativa o por la composición de unos personajes superados por sus pasiones. No se nos escapa tampoco el guiño a Jean Luc Godard en el montaje sincopado, una vez que Junie y Nemours han hecho el amor. Pero Honoré evita el distanciamiento emocional. Al contrario, como ya hiciese en su anterior film, Les chanson d'amour, salta sin red en las profundidades del romanticismo más extremo, algo a lo que los directores mencionados se habrían resistido.

Honoré lo repite en sus dos últimos largometrajes: el amor no puede tener barreras condicionadas por los dictados sociales. Pero adentrarse en el amour fou conlleva un riesgo, pues los sentimientos de otros no serán correspondidos. Es aquí donde Honoré pone los límites. Defiende la legitimidad de la pasión, sea del signo que sea, pero atiende a aquéllos que se convierten en víctimas involuntarias de la decisión de los amantes. Los amores no correspondidos se cobran víctimas. Junie y su primo Mathias (Esteban Carvajal Alegría) dejan de lado a dos damnificados. Y es que la volubilidad adolescente tiene su coste, como fatalmente aprenderán.

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miércoles, mayo 26, 2010

El año que mis padres se fueron de vacaciones

Cuando uno es introducido, pongamos por caso, en el núcleo familiar de su pareja, para no levantar resquemores que puedan manchar la primera impresión, es aconsejable no hablar de fútbol, religión o política.

Cao Hamburger se olvida de este consejo y habla de todo ello pero en voz baja. Lo vehicula a través de un drama intimista y sentimental en São Paulo, en 1970, fecha en la que la selección de Brasil ganó la copa mundial. Para ello, con un atisbo de añoranza pero con un sentimiento agridulce, nos cuenta la historia de Mauro, un niño de doce años que debe pasar todo ese año lejos de sus padres y en compañía de su abuelo. La situación política y dictatorial obliga a sus padres a apartar a su hijo de ellos temporalmente, mientras que el azar funesto, provocará que nunca llegue a encontrarse con su abuelo. Ello deja a Mauro en manos de la comunidad judía a la que pertenece el abuelo, donde será cuidado principalmente por el vecino, un señor de avanzada edad, reticente a ello, pero inducido por el rabino de la comunidad, ya que ven en la situación en la que se encuentra Mauro, paralelismos con la azarosa biografía de Moisés.

Si el fútbol está omnipresente a través de la afición de Mauro y la religión se nos muestra con un costumbrismo que se convierte en el pincel que nos pinta el lienzo paisajístico, la política es ese fuera de campo que es imaginable y evocado ante ciertos comportamientos extraños de los adultos o de fugaces situaciones de represión que son presenciadas por Mauro. La dictadura que sufría Brasil desde 1964 empuja los bordes de la representación ficcional y agrieta dichos muros para establecer a través de la alusión, de índices y de metáforas su presencia en el relato.

La postura adoptada es la de bajar unos centímetros el punto de vista, y establecerlo desde la mirada cognitiva y perceptual de Mauro, un niño de doce años. Si unos títulos introductorios nos sitúan al principio del film en la situación que a continuación se nos va a presentar, el espectador estará destinado a ver las cosas como si fuese Mauro. Una opción que puede recordarnos la serie Aquellos maravillosos años. Podemos pensar que cae en una nostalgia sentimental semejante, aunque aquí, el duro contexto social y personal que vive nuestro protagonista minimiza los efectos de los mecanismos de la morriña que hacen creer que cualquier tiempo pasado fue siempre mejor. El fútbol y la victoria de Brasil en la Copa actúan de catalizador dulcificador de un año clave y decisivamente doloroso para Mauro. No obstante, esta pátina entrañable sí que guarda estrechas conexiones con el film Kamchatka (2002) donde Marcelo Piñeyro nos mostró la dictadura argentina de forma indirecta y desde el punto de vista de Harry, un niño de diez años.

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martes, mayo 18, 2010

Still walking

"La casa familiar, el nido de los hombres inconsistente y rígido, tal vidrio que todos quiebran y nadie dobla".

Luis Cernuda, poema La familia en Como quien espera el alba (1944)

La última película de Hirokazu Kore-Eda es una maravilla. Y lo dice alguien que no le gusta manifestar aseveraciones contundentes cuando ejercita la crítica cinematográfica. Película presentada en la sección oficial del pasado Festival de San Sebastián y vista también en la última edición del BAFF, es un largometraje que me empuja a utilizar más de la cuenta la primera persona del singular. Están avisados.

Me gusta afirmar del cine de Charles Chaplin que es un cine que me limpia la mirada. Hirokazu Kore-Eda consigue que su film pertenezca a esa estirpe de largometrajes que desde la sencillez más extrema, desde la atención a los pequeños detalles y la depuración de formas, percibo la autenticidad y pureza del sentimiento en toda su magnitud. Algo que por otra parte resulta tan intangible y difícil de capturar. Atendiendo a nuestra memoria afectiva, algo a lo que Hirokazu Kore-Eda alude explícitamente en su film, podemos situarlo en la pulcritud sensitiva de El camino a casa (Wo de fu qin mu qin, 1999) de Zhang Yimou o Una historia verdadera (The straight story,1999) de David Lynch. Palabras mayores.

Si consideramos los criterios de buen gusto que analiza Laurent Jullier (2006), desde una óptica neokantiana, para delimitar qué entendemos por una buena película, para mí, Hirokazu Kore-Eda nos brinda un film edificante. La película luce virtuosa en la construcción dramática apaciguada pero rítmica. Pocas veces una narración débil da tanta impresión de contener numerosas esferas de acción, teniendo en cuenta el acotado campo de acción que posibilita centrándose en lo íntimo y privado. Como manifiesta el propio director: "Sin embargo, en el transcurso de ese día aparentemente tranquilo, la marea va y viene, pequeñas olas rompen en la superficie".

Las palabras desviadas de la madre, que dicen una cosa y piensan otra; los silencios del padre en los que la jubilación es un retiro existencial incluso de su familia; la mirada del hijo apresando su frustación y no entendimiento en el silencio a sus progenitores, etc. Resulta ejemplar en su dirección de actores, todos absolutamente portentosos en su trabajo interpretativo consiguen lo que yo llamo el efecto anestesiante de los resortes analíticos. Estaba tan embargado en lo que pasaba en el espacio fílmico que me olvidaba de la crítica que tenía que escribir después. Se facilita tanta información en cada pequeña unidad narrativa que uno ignora el hecho de que la cámara acostumbra a permanecer fija en la mayoría de los planos-secuencias. Hay, por ello, un claro recuerdo del cine de Yasujiro Ozu en la composición de la puesta en escena, legitimando la tradición cinéfila de su propio cine nacional. Algo que, por otra parte, es bastante inusual en los directores nipones contemporáneos.

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miércoles, mayo 05, 2010

Tokyo!

En España, en el 2008, según datos del Ministerio de Cultura, se exhibieron solo dieciocho largometrajes japoneses. Entre ellos, no estaba el que nos ocupa, ya que solo los afortunados que visitaron el Festival de Sitges de esa edición pudieron verla.

Frente a otros largometrajes episódicos sobre una ciudad como Paris, je t'aime (2006) o New York I love you (2009), ambos trabajos producidos por los mismos productores, Tokyo! se desmarca de similares ejercicios recientes para olvidarse del amor y entrar de lleno en el terreno del fantastique con denominación de fábrica. Autoral, para más señas, y foránea. Tokio vista por dos franceses y un surcoreano, los cuales se mantienen fieles a sí mismos por encima de la ciudad. Que sea la fantasía el motor de los tres mediometrajes sobre la ciudad, responde a la contribución fundamental de la cultura nipona en los flujos occidentales. Nuestros canales de ocio y, especialmente los destinados a una audiencia joven, ya están plenamente impregnados de iconografía nipona cuyo origen nace del anime, el manga, los videojuegos y películas kaiju-eiga como Godzilla y derivados. Hablo de un ámbito macro popular. Para el aficionado especializado, Japón no se acaba aquí, claro.

En nuestro texto hablábamos sobre cómo la urbanización desequilibrada y abigarrada de Tokio ha dado pie a que las fantasías de pesadilla, industrializadas y ultra tecnológicas florezcan en una producción especialmente enraizada en la ciencia ficción y el terror. Y especialmente Merde de Leos Carax y Shaking Tokyo de Bong Joon-ho responden a un mismo hálito. En cambio, Interior Design de Michel Gondry se sirve de la ilusión como salida a una realidad deprimente para la protagonista. Es decir, Michel Gondry, a diferencia de sus compañeros, escapa de la matriz genérica para adentrarse en un realismo mágico muy en la línea de sus anteriores realizaciones

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domingo, mayo 02, 2010

Gigante

La mujer, ese misterio por descubrir. En el cine clásico, donde se suele adoptar el punto de vista masculino, no es un tema nuevo, el placer escopofilico del hombre que mira a la mujer, que la vigila en la distancia, que se obsesiona con ella. Una línea narrativa que ha dado en el cine grandes películas enmarcadas en el género negro, el thriller y el suspense. En películas como La mujer del cuadro (The woman in the window, Fritz Lang, 1944), Laura (Otto Preminger, 1944) o Vertigo (Alfred Hitchcock, 1958) se da esta nota común, donde además se comparte un mismo punto de ignición. Un cuadro, retrato femenino que captura una imagen fija en el tiempo. Una efigie estilizada, que en su carácter de pintura, propiciará ensoñaciones patológicas en los delirios obsesivos del hombre, cuando ese cuadro adopta forma humana ante sus ojos.

Un arco narrativo clásico es traído a la contemporaneidad en la película debutante de Adrián Biniez, una vez que se le despoja de su marco genérico tradicional. Aquí nos explica el cambio de rumbo de la autómata vida de un guardia de seguridad que trabaja en un supermercado. El arranque del film describe, con similar parsimonia a la que siente el personaje, el carácter ritual de una jornada completa. Algo que la hermana con otra película reciente, La mujer sin piano (Javier Rebollo, 2009), que en su vaciado narrativo enfatiza el aspecto costumbrista y descriptivo, atendiendo a aquellos personajes que no siguen el orden de la vida diaria, y que son agentes invisibles en el conglomerado urbano. En La mujer sin piano, es un ama de casa que trabaja en su propio domicilio. Aquí es un guardia de seguridad que trabaja fundamentalmente de noche. Cuando la ciudad duerme, él entra en la cadena de producción. Y es un hecho que dota a la existencia a contracorriente de un carácter introspectivo y de aislamiento. En ambos largometrajes, en la noche, solo los seres solitarios estarán dados a encontrarse. Aquellos que, ya sea por motivos personales o laborales, no pueden sosegarse cuando el mundo urbano lo hace.

Jara, en ese destierro, un día, uno de tantos, se topa en su monitor de vigilancia con la imagen de Paula, una de las limpiadoras. El cuadro se sustituye por un monitor de televisión, en un tiempo actual mediatizado por el instrumento tecnológico como herramienta fundamental para la función del celador. Ya no son necesarios diseños arquitectónicos como el panóptico para que el guardián del orden tenga alcance visual de todo el espacio geográfico. Con un solo clic, podrá controlar todo lo que tienen que velar sus ojos. Algo que le permite al director establecer un juego visual metalingüístico con la mirada espectatorial y con su propia función como director. De la misma manera se servía Alfred Hitchcock de su protagonista inmóvil en su balcón en La ventana indiscreta (The rear window, 1954), para erigir un hábil símbolo de la condición del espectador como un voyeur que tiene al alcance de sí mismo la visión de las diferentes acciones que pasan en una misma dimensión.

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