sábado, noviembre 27, 2010

Airbender, el último guerrero

 En el amplio contenedor del fantástico, al recorrer sus extensas latitudes,  el cine de Shyamalan se mueve como un pez atípico, pero nunca sin salirse totalmente del banco de los grandes arenques hollywoodienses.  El favor que ha gozado de la industria desde el El sexto sentido (The sixth sense, 1999) no siempre se ha traducido en un perfecto maridaje entre cineasta, crítica y público. Podríamos considerar que dicha comunión empieza a resquebrajarse a partir de El bosque (The Village, 2004), momento en el que, de forma notoria, la crítica empieza a torpedear sus propuestas, a lo que se suma también una incomprensión notable de un elevado sector de público.

 Y así llegamos a Airbender, el último guerrero, donde vuelve a darse la tónica habitual en la recepción dispensada a su cine. Este pececillo cronista que en muchas ocasiones navega a contracorriente, así había izado la vela con su obra. Con gesto henchido siempre me he alzado en un defensor a ultranza. Su cuidada puesta en escena, el uso del elemento fantástico como parábola, no siempre bien entendida, para articular grandes problemáticas de la existencia humana, su cadencia en las antípodas del ritmo hiperrevolucionado de las grandes producciones hollywoodienses, la forma  excelente de manejar la tensión, su elogiable construcción de un intimismo por encima del efectismo fácil, valores muy estimables para el que esto escribe.

Pero desgraciadamente, y es algo que lamento, Airbender, el último guerrero no es una película que me sirva  para enaltecer su figura. Más bien al contrario. Descubro atónito, errores de bulto ( el joven actor que encarna a Aang se desenvuelve bien realizando artes marciales pero todo al contrario cuando se le exige interpretar); precipitaciones en el ritmo (algunas escenas breves de acción parecen insertadas a posteriori, como si se hubiesen rodado después de pasar el film por esos nefastos screening tests).  También encontraremos situaciones forzadas (valga como ejemplo la historia de amor entre la princesa Yue y Sokka) y para rematarlo, padeceremos un efectismo en la espectacularidad (la abusiva cámara ralentizada), que no es propia del realizador. Si nunca, desde el El sexto sentido me he encontrado ante tal coyuntura, ¿qué demonios le ha pasado en ésta, para que su película parezca realizada por un mediocre realizador que se apunta al carro de las películas épicas de corte infantil? ¿Jugamos al Juego de Hollywood? En el Hollywood que tan descarnadamente Robert Altman retrató, Airbender, el último guerrero es como Las crónicas de Narnia con esquema de videojuego de rol, al estilo de Final Fantasy X[1].
 

martes, noviembre 16, 2010

Phillip Morris ¡Te quiero!

Todos mentimos. Y el que diga que no, miente. Sin ella, no podría existir la convivencia social, pero ¿qué sucede, cuándo la mentira se convierte en un escándalo moral? Personajes que solo articulan su desenvoltura y su éxito social en torno a ella, han dado pie casi siempre a comedias. Recordemos, por ejemplo, un film reivindicable como Atrápame si puedes (Catch me if you can, Steven Spielberg, 2002). El humor en su disyunción, junto con su capacidad de ocultación y sorpresa, pero sobre todo, gracias a su capacidad de romper la lógica establecida, para así establecer las contradicciones más profundas en las que nos movemos, parece ser el vehículo perfecto para dramatizar en torno a caracteres patológicamente embusteros. Parece como si el juego de la falsedad y de la risa se moviera mediante mecanismos afines. Retengan lo que hemos comentado hasta el momento, porque Glenn Ficarra y John Requa lo tienen muy presente para articular su burbujeante dramaturgia cómica. De entrada, en esta gran mentira apologética, nos manipulan con una voz en off en primera persona, por parte de Steven Russell (Jim Carrey), nuestro mentiroso compulsivo. Seguimos su dialéctica, pero hay que ir con cautela, porque su vida es un juego y nosotros, como receptores del enunciado, somos su juguete. No solo el embuste es el motor narrativo, sino que se erige en una totalizadora figura estilística que abarca forma y fondo. No solo sirve para efectuar sorpresivos y mordientes giros de guión (la forma en que sabremos que Philip Morris es gay será el primero, y el último es auténticamente subversivo y negrísimo), sino que la propia imagen en numerosas ocasiones se irá negando automáticamente en la yuxtaposición de planos. Uno sirve para mostrar y el siguiente para desmentir y así no solo se da un tempo ágil y rápido, sino que el mismo montaje organiza las situaciones cómicas.

Acompañen la idea con un chasquido de dedos continuado, porque una de las grandes virtudes del largometraje es su ágil ritmo narrativo. Parece que Ficarra y Requa controlan eficientemente el metrónomo del humor, del que se sirven como elemento distanciador para disparar mejor la sátira. Porque aquí, el humor no es inocuo, sino que tiene punto de mira. La sátira que se construye en torno a Steven Russell permite una relectura de la sociedad norteamericana, la cual orienta la individualidad en busca del hedonismo, y con ello, la fácil amoralidad que se desprende, al teledirigirnos sólo hacia el consumo ("ser gay es muy caro", comenta en un momento). El ultraje de Steven Carrell no es su fin, porque aspira a lo que todos: un confort, una calidad de vida superior (desenfrenadamente ansioso en su deseo) y una felicidad junto al amor de su vida. A ello saben darle la emotividad adecuada, que no queda desdibujada por los trazos socarrones del largometraje. Lo que se censura son los medios, en una doble pirueta hipócrita, porque si de algo sirven las peripecias de Steven Carrell es para desmitificar los mecanismos en los que se sustenta la economía del dispendio.

Seguir leyendo crítica entera...

martes, noviembre 09, 2010

Si la cosa funciona


Tengo una buena noticia que daros. Woody Allen ha vuelto. Pensareis que me he vuelto majara cuando lleva desde 1982 entregándonos una película por año. Pero no, no me refiero a su producción. Podemos convertir rotundamente el condicional en afirmativo. Sí, la cosa funciona. Está de regreso el mejor Woody Allen. El más ácido, caustico y radical. El del gag fulminante y que te provoca una carcajada instantánea; aquel que exuda una verborrea venenosa que no te deja ni respirar, con un caudal de monólogos misántropos. En esta ocasión, el realizador, con las sempiternas gafas de pasta, reparte estopa a diestro y siniestro, pero se niega a dejarnos al final con un regusto agrio. Parece áspero y furibundo pero en realidad es dulce y tierno. Estamos ante un Woody Allen kamikaze emparentado con el de Maridos y mujeres (Husband and wives, 1992), pero sobre todo con el de Desmontando a Harry (Deconstructing Harry, 1997), una obra maestra incontestable. No creo que la mitomanía emborrone el criterio, porque esta vez, el amante de Nueva York, aunque vuelva a repetirse (¿cuándo no lo ha hecho?), nos trae sus mejores armas, aquellas que después han sido recogidas por el humor más sarcástico y agresivo, en series como Padre de familia. Reconozco que tengo debilidad por este Woody Allen frente a otras vacas sagradas de su filmografía como Hannah y sus hermanas (Hannah and her sisters, 1986).

El origen también es destino. Y en ese sentido Si la cosa funciona es el retorno del desterrado, tras su periplo por las Europas, donde nuestro genio bajito ha incursionado en dramas morales sobre el arribismo y aparentes comedias intrascendentes. La vuelta de nuestro Ulises neoyorkino a Ítaca resulta harto problemática y por ello, nuestro antihéroe conductor es un irredento anacoreta que se mantiene voluntariamente recluido en su muralla hosca y antisocial, como si fuese un extraño en el paraíso. Esa idea de regreso da forma a unos hechos narrados por Boris (Larry David) en forma de recuerdos. Y para ello, el largometraje, como gran parte de sus films, se trenza en un flujo reminiscente, donde esta vez las confluencias estructuran un aparato fílmico que seduce, convence y, en mi caso, entusiasma.

Comenzando por el fabuloso cómico, Larry David, que encarna el papel principal de Boris, como si fuese un afortunado cruce de ambos geniales comediantes. Tanto Allen como Larry David en su serie Curb your enthusiasm (alabado sea el film si también sirve para descubrir la magnífica serie de la HBO, todavía en antena), cuando interpretan, juegan con sus papeles como si fuesen la paráfrasis, en clave psicoanalítica, de su auténtica personalidad. Larry David sabe adaptarse al rol prototípico que se hubiese reservado para sí mismo Woody Allen, sin quedar eclipsado por ese aparente ejercicio de suplantación de personas. Consigue que Boris también parezca un trasunto del Larry David de su serie. En este caso, radicalizado y enriquecido por unas gotas netamente allenianas (la hipocondría, la sociopatía, etcétera). Para entendernos, justamente lo que no podía conseguir Kenneth Branagh en Celebrity (1998). Todo un pacto de caballeros. Porque si el humor de uno le debe en buena parte al otro, Allen le reserva un papel para él, y el otro se lo agradece interpretándolo. No olvidemos que Curb your enthusiasm no trata más que de las andanzas cotidianas de un humorista neoyorkino en un lugar tan inhóspito y tan alejado del savoir faire de la Costa Este como Los Angeles. Así, el Boris de Woody Allen conecta con la metáfora de sí mismo, desubicado tras el viaje, volviendo a su hogar, y con el papel que le ha dado fama al actor en su serie. No me negarán que el juego tiene su gracia.

Seguir leyendo crítica entera...
Creative Commons License
El cuaderno rojo by Manu Argüelles is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Sin obras derivadas 3.0 España License.
Based on a work at loveisthedevil.blogspot.com.