lunes, febrero 21, 2011

Scott Pilgrim contra el mundo

El cine ha muerto. Una elegía cuyos cantos de sirena resuenan desde los ecos lejanos de la modernidad de los años 60. Y si todavía no ha perecido, a pesar de la disgregación audiovisual provocada por la heterogeneidad de formatos actuales, parece que Edgar Wright está decidido a cargárselo, con su acelerada ironía referencial y paródica, donde sus anteriores obras parecen ser la pista de despegue para que Scott Pilgrim contra el mundo surque los aires con su flamante diseño. Porque este largometraje se alinea con la genealogía, bastarda e insurrecta, de aquellas adaptaciones de cómic o novelas gráficas que son un híbrido radical entre el lenguaje gráfico y conceptual del cómic y la escritura cinematográfica: Dick Tracy (1990), como la madre del cordero, Sin city (2005), 300 (2007) o Kick-ass (2010). Pero Scott Pilgrim contra el mundo tiene algo a mi parecer mucho mejor que todas ellas y que supera con creces la adopción de una morfología extremada fundada en el pastiche. Y es que por encima de la traslación del lenguaje del cómic o del videojuego al propio soporte cinematográfico, éste funciona de forma excelente y uno no siente esa oquedad que provocaban los anteriores ejemplos, perdidos en un marasmo de artificio del cual la esencia cinematográfica quedaba asfixiada. Porque este palimpsesto de la cultura popular y juvenil (a la cabeza esa recreación retro nostálgica de nuestros videojuegos de la infancia con Pac man como afortunado gag de filogenia), no se ahoga en una carcasa brillante. Por fin podemos decir, que la permutación de materiales, libre, irreverente y atrevida que Edgar Wright se toma con estructuralismo y meticulosa composición, tiene un resultado brillante. Nos comentan las notas de producción que más de 4000 planos, repletos de información, imposible de asumir en un solo visionado, componen este puzle de música rock (Beck compone las canciones del grupo de Scott Pilgrim), cómic y juegos de consola. Una barbaridad. Ay, si Bazin levantara la cabeza, al ver Scott Pilgrim contra el mundo se volvería directo a la tumba.

La crítica sigue aquí....

domingo, febrero 06, 2011

La carretera


A John Hillcoat parecen gustarle los ambientes inhóspitos para desarrollar sus historias. Su película debut La propuesta (The proposition, 2005) se sitúa en el árido western australiano en la etapa fundacional del país.

La carretera, que sirvió para clausurar el Festival de Sitges'09, adopta el marco post apocalíptico para desarrollar la adaptación de la novela homónima escrita por Cormac McCarthy y ganadora del premio Pulitzer. Así pues, el director australiano entra por la puerta grande en Hollywood. Y cuenta con un actor solvente y que acostumbra a ser muy eficiente en sus interpretaciones: Viggo Mortensen. Posiblemente, la convicción con la que interpreta a su personaje, sea uno de los baluartes insignia.

Los dos ganchos comerciales vienen por la consagración de la película de los hermanos Coen, No es país para viejos (No country for old men, 2007), basada asimismo en un libro del mismo escritor, y esta moda cíclica de Hollywood de presentarnos relatos apocalípticos en la que estamos inmersos. En todo caso, el film opta por guiarse más por la adaptación de qualité. Por ello, nos tememos, que el largometraje trata de ser sumamente respetuoso con la fuente en la que se basa. Y aunque la película responda a una lógica de mercado, su posición sumisa respecto al nombre de Cormac McCarthy acaba resultando un lastre para un film que no acaba por respirar por sí solo. La literalidad, a veces puede ser un inconveniente. Algo similar, pasó con Watchmen de Zack Snyder (2009) cuando puso en pantalla cinematográfica la prestigiosa novela gráfica de Alan Moore y Dave Gibbons. Su exquisita transposición ahogó el film como dispositivo alternativo al cómic, perdiendo la fuerza cinemática de la imagen en movimiento.

Lo mismo nos sucede con la fisionomía del paisaje devastado y monocromático recreado en La carretera. Se intuye un raspado digital en la imagen, especialmente, cuando la historia se ubica en el itinerario que padre e hijo realizan hacia el oeste. La fotografía del español Javier Aguirresarrobe y la puesta en escena en exteriores se nutre de esos tonos grises y apagados que evocan la tierra yerma. No la que gime y se lamenta porque agoniza, sino la que ya no es más que restos inertes y cenizas, por cuanto sugiere el efecto posterior del desastre ecológico. Este aspecto aflictivo no acaba resultando lo sobrecogedor que debiera ser, precisamente por una depuración y estilización tecnológica que evidencia el artificio. Ello nos da la distancia y nos marca como si presenciásemos un cuadro en el que no acabamos de sucumbir. La película en todos sus frentes se nos presenta con una circunspección (ni demasiado deprimente, ni demasiado truculenta, ni demasiadas impurezas), que aunque no pueda atacarse, en su misma prudencia nos hace sentir la película como excesivamente epidérmica. 

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