Una habitación, una noche, dos mujeres. Julio Medem, tras el errático, irregular y excesivamente afectado viaje que emprendió con Caótica Ana (2007), parece replantearse su trayectoria fílmica con un ejercicio minimalista que sustenta la concentración como elemento articulador. Concentración narrativa, temporal y espacial. Y reducida a dos personajes.
Habitación en Roma nace de un encargo y de él se deriva una reformulación que toma de base la película En la cama (2005) del chileno Mathias Bize. Lo que tenía que ser un remake se convierte en manos de Julio Medem en otra pequeña obra de cámara como la chilena, pero que desea naturalizar una relación lésbica entre dos mujeres. En ese afán se diluyen los límites de la identidad sexual para establecer una historia de pasión entre dos personas, en este caso, dos mujeres, una lesbiana de nacimiento, como Alba (Elena Anaya) se define a sí misma, y otra heterosexual, Natasha (Natasha Yavorenko), que se encuentra sorprendida ante la inesperada atracción que siente por una mujer.
En un momento de En la cama los dos jóvenes amantes hablan de cine y el chico le incita a su compañera de cama que se imagine posibles relatos para filmar. Uno de los que se amontonan es la historia de una chica lesbiana que se enamora de otra que no lo es. Como vemos, esta fabulación es adoptada por Julio Medem para construir la premisa de su film. Un cuento ficticio insertado en el relato de En la cama adopta desarrollo narrativo en Medem. Y esto viene a colación porque a diferencia del largometraje chileno, las chicas, que no se conocen antes de su encuentro casual por las calles de Roma, irán desplegando una serie de historietas que formulan en clave aspectos reales de sí mismas. Poco a poco este hilado de relatos va suponiendo una forma de desvestirse emocionalmente, como si estuviésemos ante un juego de muñecas rusas. Frente a la instantánea desnudez física, la película sujeta el interés del espectador en ese proceso. En mantenernos apegados para que desvelemos cuánto hay de verdad y de ficción en una maraña de historias que parecen decirnos cosas de ellas, pero de forma subrepticia.
Por cierto, la desnudez física casi omnipresente de las dos protagonistas pierde su valor erótico precisamente mediante la vía de la costumbre. Cuando llevas diez minutos viéndolas desnudas te olvidas completamente de ese presunto morbo que puede sugerir la presencia de dos bellos cuerpos femeninos. Asimismo el coito está filmado como una nota de guión del tipo "ahora tienen sexo". Como una sencilla consumación que neutraliza la provocación derivada de la representación de la acción sexual en pantalla.
A Julio Medem, en un vistazo rápido, se le puede confundir fácilmente con un erotómano obsesionado por el desnudo femenino, ya exhibido en películas como Lucía y el sexo (2001) o Tierra (1996). Pero en él, esa frontalidad explícita de la feminidad adquiere valor como caracterización de la hegemonía y el poder femenino frente a los débiles pliegues de la voluntad masculina. Por ejemplo, la fuerza de carácter de Alba se muestra en esa escena en la que llaman a Máximo (Enrico Lo Verso), el conserje del hotel, y a ella no le importa en absoluto abrirle la puerta completamente desnuda. Son mujeres determinantes y con decisión que exhiben su cuerpo como arma de firmeza. Por eso, más que una película erótica, es fundamentalmente una película sensual, aderezada por una cuidada plástica y sonora, nota común en su cine. No tiene la radicalidad de Nine songs (Michael Winterbottom, 2004) ni tampoco lleva consigo el experimentalismo de Padre e hijo (Alexander Sokurov, 2004), pero aunque carezca de una indagación del misterio del cuerpo, Julio Medem recupera el rumbo que parecía haber perdido con su anterior largometraje. El desabrigo que lleva a cabo, bajo la premisa de la condensación, permite que Medem nos ofrezca una película translúcida, pero que quizás bajo su contrapartida no llega a establecer la emoción como en anteriores largometrajes.
Habitación en Roma nace de un encargo y de él se deriva una reformulación que toma de base la película En la cama (2005) del chileno Mathias Bize. Lo que tenía que ser un remake se convierte en manos de Julio Medem en otra pequeña obra de cámara como la chilena, pero que desea naturalizar una relación lésbica entre dos mujeres. En ese afán se diluyen los límites de la identidad sexual para establecer una historia de pasión entre dos personas, en este caso, dos mujeres, una lesbiana de nacimiento, como Alba (Elena Anaya) se define a sí misma, y otra heterosexual, Natasha (Natasha Yavorenko), que se encuentra sorprendida ante la inesperada atracción que siente por una mujer.
En un momento de En la cama los dos jóvenes amantes hablan de cine y el chico le incita a su compañera de cama que se imagine posibles relatos para filmar. Uno de los que se amontonan es la historia de una chica lesbiana que se enamora de otra que no lo es. Como vemos, esta fabulación es adoptada por Julio Medem para construir la premisa de su film. Un cuento ficticio insertado en el relato de En la cama adopta desarrollo narrativo en Medem. Y esto viene a colación porque a diferencia del largometraje chileno, las chicas, que no se conocen antes de su encuentro casual por las calles de Roma, irán desplegando una serie de historietas que formulan en clave aspectos reales de sí mismas. Poco a poco este hilado de relatos va suponiendo una forma de desvestirse emocionalmente, como si estuviésemos ante un juego de muñecas rusas. Frente a la instantánea desnudez física, la película sujeta el interés del espectador en ese proceso. En mantenernos apegados para que desvelemos cuánto hay de verdad y de ficción en una maraña de historias que parecen decirnos cosas de ellas, pero de forma subrepticia.
Por cierto, la desnudez física casi omnipresente de las dos protagonistas pierde su valor erótico precisamente mediante la vía de la costumbre. Cuando llevas diez minutos viéndolas desnudas te olvidas completamente de ese presunto morbo que puede sugerir la presencia de dos bellos cuerpos femeninos. Asimismo el coito está filmado como una nota de guión del tipo "ahora tienen sexo". Como una sencilla consumación que neutraliza la provocación derivada de la representación de la acción sexual en pantalla.
A Julio Medem, en un vistazo rápido, se le puede confundir fácilmente con un erotómano obsesionado por el desnudo femenino, ya exhibido en películas como Lucía y el sexo (2001) o Tierra (1996). Pero en él, esa frontalidad explícita de la feminidad adquiere valor como caracterización de la hegemonía y el poder femenino frente a los débiles pliegues de la voluntad masculina. Por ejemplo, la fuerza de carácter de Alba se muestra en esa escena en la que llaman a Máximo (Enrico Lo Verso), el conserje del hotel, y a ella no le importa en absoluto abrirle la puerta completamente desnuda. Son mujeres determinantes y con decisión que exhiben su cuerpo como arma de firmeza. Por eso, más que una película erótica, es fundamentalmente una película sensual, aderezada por una cuidada plástica y sonora, nota común en su cine. No tiene la radicalidad de Nine songs (Michael Winterbottom, 2004) ni tampoco lleva consigo el experimentalismo de Padre e hijo (Alexander Sokurov, 2004), pero aunque carezca de una indagación del misterio del cuerpo, Julio Medem recupera el rumbo que parecía haber perdido con su anterior largometraje. El desabrigo que lleva a cabo, bajo la premisa de la condensación, permite que Medem nos ofrezca una película translúcida, pero que quizás bajo su contrapartida no llega a establecer la emoción como en anteriores largometrajes.