viernes, junio 24, 2011

Los chicos están bien

Qué poco me gusta el concepto de lo normal. Pero me gusta mucho como lo maneja Lisa Cholodenko en esta simpática comedia que es The kids are all right. Asimismo, cabría preguntarse seriamente si dicho film pueda catalogarse como cine independiente, tal como nos viene etiquetado. Porque si la independencia lleva consigo un alejamiento, quiebre o disrupción de los discursos estandarizados y hegemónicos, The kids are all right no tiene ni un ápice de todo ello. Que nadie se lleve a engaño, porque argumentalmente sigue al pie de la letra el modelo clásico que cualquier versión de Mujercitas, por poner un ejemplo cristalino, en cuanto el episodio de transición a la vida adulta de los hijos es el que desencadena los conflictos en el seno del colectivo familiar. La familia unida y la reivindicación (conservadora) de ese espacio como lugar contra las adversidades, es el que resguarda y da cohesión a los personajes principales. Siguiendo el mismo modelo tradicional, es el intruso (Mark Ruffalo) el que figura como portador de las inclemencias que ponen en peligro el refugio moral y estable.

Pero aceptada esa premisa, veremos que eso no es una desventaja, ya que el fin es otro. Prefiero pensar que Lisa Cholodenko la está dando con queso, teniendo en mente a la sociedad norteamericana más recalcitrante. Porque el discurso de The kids are all right es tan american way of life como puede ser la tarta de manzana. Es como darle sabor de fresa a un jarabe para que sea más digerible. En definitiva, estamos ante el mismo perro con diferente collar; una reactualización de presupuestos antiguos de la novela decimonónica puestos al día bajo un nuevo marco, acorde con los tiempos que se viven, en lo que se cambian los ropajes del núcleo patriarcal para cambiarlos por una pareja de lesbianas, padres reducidos a donantes de semen, ecologismo superficial y rollo new age, con diálogos trufados de alimentos naturales, jardinería y demás zarandajas. Similar tontería que nos vendía el señor James Cameron en Avatar, y a la que empáticamente nos adherimos cuando Nic (Annette Benning), en la cena con dos amigos de la pareja, se rebela contra tanta palabrería barata en torno a lo que es saludable y lo que se tiene que hacer. Yo, como Nic, también me hubiese dado al vino, si todo el día hubiese tenido que escuchar siempre lo mismo.

Insistimos: conviene detenerse en el collar que se utiliza. Porque, como ya hemos avanzado, la familia aquí viene figurada mediante una pareja de lesbianas, interpretadas excelentemente por Anette Benning (atención a su rol de Nic, que encarna bastante alejado de sus actuaciones prototípicas que le han dado fama como la de American Beauty o Los timadores) y Julianne Moore moldeando a Jules, dos actrices mayúsculas, que exhiben un excelente entendimiento de la interacción conyugal, que consiguen que te las creas como pareja de lesbianas maduras con hijos a su cargo. Hay química entre la dos, sin duda, a las que podemos sumar a Mark Ruffalo, con ese aire de bohemio motorista buenrollista y que exuda magnetismo erótico bajo un paradigma de masculinidad nada agresiva, pero que suelta feromonas allá por donde pasa. Con este cast, que no resulta extraño que suene en la terna de premios, y una escritura muy adaptada para que sus actores puedan construir sus personajes con convicción, era difícil errar el blanco.
 

domingo, junio 19, 2011

Incendies

El principio de la última película de Denis Villeneuve es prometedor. Al compás de la hipnótica y oscura canción de Radiohead dedicada a Tony Blair, You and whose army, vemos a unos niños amontonados en un habitáculo gris, mientras que unos adultos les van rapando la cabeza. El final de la secuencia se nos queda grabado en la mente, gracias a una perfecta sintonía con la modulación rítmica de la canción, mediante una cámara que se va aproximando con un zoom a la cara del niño al que están afeitando en ese momento, para dejarnos en un primerísimo primer plano su mirada desafiante a cámara, y por ende, a nosotros los espectadores.

Promesas cumplidas, porque Incendies es una película potente y vigorosa, tal como es la determinación y fuerza de Nawal Marwan (impresionante Lubna Azabal), mujer libanesa con un tortuoso pasado, solo desvelado una vez que ella fallece. De la misma manera que la desgarradora You and whose army -patrón sombrío que dictará las evocaciones sonoras del film-, pertenece al disco gemelo Amnesiac, las huellas de Nawal deberán volver a pisarse por sus dos hijos mellizos. A ellos les requiere que finalicen los compromisos que ella no pudo a llevar a cabo. A tal efecto, les encomienda que entreguen dos cartas. Una para un padre y la otra para un hermano. La consternación se hace patente en cuanto la identidad se quiebra, al ser conocedores de que su progenitor no está muerto tal como les hizo creer, sino que además, tienen un hermano. Desarticulado el presente de Jeanne y Simon Marwan, el realizador, de forma magistral, nos conducirá por un trenzado de tiempos que se enroscan como una hiedra a la pared. El pasado fluirá en una interconexión que nos llevará a la guerra civil libanesa, para situarnos en el sur del país, abriendo fuego en el contexto de las recíprocas masacres de finales de los 70 entre las comunidades cristianas y musulmanas. La lógica de los señores de la guerra aplasta con pasos furiosos a una población sumida en un polvorín de desconcierto, de infamias, ultrajes en nombre de la religión y de animadversión entre hermanos. En ese sentido, la historia personal de Nawal se erige en una parábola de la historia de un país. Esos secretos que poco se van desmadejando sobre la figura de una mujer combativa sirven como lectura de una población dividida en unas férreas convicciones religiosas, en un espacio fuera de quicio.
 

sábado, junio 11, 2011

De dioses y hombres

Xavier Beauvois, miembro del grupo de realizadores franceses del norte junto con Bruno Dumont o Arnaud Desplechin, es uno de los jóvenes directores que desde los años 90 va atesorando una filmografía con la paciencia y el cuidado de aquel que cultiva perlas en el mar, de forma muy similar a Jacques Audiard, ambos compañeros de generación, y que cuentan con el mismo número de películas.  De la misma manera, como ya sucedía con Un profeta (Un prophète, 2009), Beauvois, después de la excelente El pequeño teniente (Le petit lieutenant, 2005), realiza su canto de cisne definitivo con De dioses y hombres, una obra de madurez con una solidez incontestable. La actualidad cinematográfica francesa también opta por emparentarlos, ya que De dioses y hombres gana el gran premio de jurado en el Festival de Cannes, justo un año después de que Audiard lo obtuviese con Un profeta. Además, ambas han sido presentadas por Francia al Oscar, en la categoría de mejor película extranjera. Por otra parte, los dos, ya sea de forma explícita u oblicua gravitan su interés en el tema de la paternidad, las problemáticas de su ausencia-presencia y la relación con su descendencia. Presente en Nord (1991), Según Matthieu  (Selon Matthieu, 2000) y en El pequeño teniente (aquí es la maternidad), en esta última, siguiendo la lógica de los monjes cistercienses, también alude a dicho tema con la figura de Dios. Por ello, tendrá espacio la crisis de fe que padece uno de los monjes, Christophe (Olivier Rabourdin), a partir de la presión sufrida, cuando comenta que reza pero ya no oye a Dios. O ese lamento que se comenta en un momento del film donde afirman que no entienden que Dios esté tan callado en este clima con tanta injusticia.

El largometraje de Beauvois recoge unos hechos acaecidos en Tibhirine, Argelia, donde se recrea libremente la vida de unos monjes cistercienses desde el año 1993 hasta su secuestro y posterior muerte en 1996. Como ya sucede en Según Matthieu parece como si a la película le costase arrancar, dado que el realizador francés se toma posiblemente más tiempo del habitual para ponernos en situación, pero negando todo dato específico histórico y contextual, ya que su relato pretende enmarcarlo con un afán universalizador, mostrando una situación ejemplarizante mediante la obra de estos religiosos. Puesto que se entrega fielmente a un retrato lo más fidedigno posible de una congregación de monjes (algo que conseguía de igual forma en la lámina que efectuaba de una unidad de la policía judicial de París en El pequeño teniente), el director consigue captar y transmitir con excelsa brillantez el tempo de la vida ordinaria de estos cenobitas. Merece la pena imbuirse en este marcaje y dejar que penetre en los poros un tipo de vida contemplativa y de reflexión, con sus cantos y oraciones íntegras, en cuanto, supone todo un canto de resistencia - similar a la que ellos ofrecieron a los gobiernos, ejército e integristas islámicos-, frente a la acostumbrada vida ajetreada que solemos llevar. En consonancia, su puesta en escena es sobria y austera, sin necesidad de embellecer artificialmente los espacios que se filman, pero lleva a cabo (sin que lo parezca) una medición tan cuidada y meticulosa de los encuadres, junto con un estudio concienzudo de la colocación de los actores en el espacio, así como una métrica exacta del aire que deben respirar las secuencias, que permite que la belleza fluya de forma natural, como si emanase por sí sola, en la forma que los rayos de luz se filtran en las estancias monacales, en los planos generales del paisaje argelino, etcétera.
 
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