domingo, agosto 07, 2011

Neds

La última película de Peter Mullan nos describe el tortuoso peregrinaje de John McGill, desde su infancia hasta su malograda juventud.
Para ello nos sitúa en el Glasgow de 1973, desde donde se realiza una radiografía de los ambientes de las bandas juveniles que asolaban las zonas más deprimidas de la ciudad. Desechos de un régimen educativo que no sabía contener bajo su férrea rigidez las turbulencias de la adolescencia más combativa y violenta. Se pone en duda una cultura bajo un funcionalismo práctico, donde la institución educativa se erige como metáfora de altas resonancias de la colectividad social. Su fuerte estratificación según competencia (y clase social) marca una organización piramidal, donde la base del triángulo rebosa de excedentes, fuera de un nulo sistema asistencial. El panorama que se nos presenta es profundamente desolador, en cuanto está impregnado de un determinismo brutal que dejará una huella indeleble en nuestro centro articulador, que no es otro que nuestro protagonista, un prometedor niño, inteligente, aplicado y estudioso. De ahí a acabar convirtiéndose en un vagabundo esnifador de pegamento hay un trecho enorme. Para ello, Mullan necesita de un excesivo metraje que acaba resultando agotador. Porque la unicidad que se pretende conseguir con un final circular, se disgrega en sus componentes atómicos, los cuales, a base de insistir sobre ellos, acaban produciendo una sensación de cansancio.
 
El realizador comenta que para Neds adopta un enfoque impresionista, del cual nosotros podemos añadir que utiliza un nivel de discursividad discontinuo, provocando que la película funcione a ráfagas, pero no como un ente compacto. El molde que adopta es rebosante y pretende aglutinar en él, mediante su propio personaje principal por el que atraviesa todo, una gran variedad de tonos y motivaciones (drama catárquico, surrealismo, sátira social, miserabilismo social, etcétera), escarbando en un realismo sucio y áspero que en ningún momento esconde su estatuto de ficción. Desde el mismo momento que adopta formalmente una textura fotográfica que pretende simular, no solo que el relato está ambientado en los años 70, sino que parece rodado en esa época. Se hace acopio de soluciones visuales que remiten a películas británicas de esa década, como David Fincher ya hizo en Zodiac (2007). Pero ese realismo no se contenta con ser aséptico y ajustadamente formalizado, sino que no reprime, en ocasiones, escarbar en el aspecto más sórdido, especialmente cuando decide recluirse en el entorno familiar, vehiculado a través del rol del padre que el propio Mullan encarna desde un punto extremo y visceral.  De hecho, hay un cierto regocijo en la estética de lo feo, que no encuentra en ningún momento un contrapunto con lo bello. Todo es degradado y degradante en ese policentrismo granular y rugoso.

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