sábado, febrero 20, 2010

Mystic River


En Mystic River, el pasado forma parte indisoluble del presente por mucho que los personajes se empeñen en negarlo. Un hecho crucial y traumático, que acontece entre tres amigos, alcanzará resonancias trágicas cuando en la vida adulta, otro suceso brutal provoca que se reencuentren, con consecuencias fatales en las vidas quebradas de tres adultos, que siguen encerrados en las cavernas oscuras del sótano, la cual, fue una niñez profanada por la vehemencia irracional.

Porque la violencia psicológica, física y espiritual atraviesa la vida de tres hombres desde la infancia hasta la edad adulta. Una sociedad urbana podrida por las fauces de la agresión. Donde la naturaleza humana vive permanentemente en una espiral de violencia bajos los ojos omnipotentes de un Dios cruel que permite bajo su tutela que se cometan atrocidades e injusticias sin castigo. Y aunque parezca que vivimos en una colectividad urbana y civilizada, solo la ley del más fuerte será la que acabará imponiéndose. Bajo la apariencia de que nuestra sociedad se articula bajo principios racionales, éticos y de orden, algo se pudre en el interior de nuestras comunidades cuando la naturaleza humana sigue basándose en criterios de selección natural. Y donde es el fuerte el que domina frente al débil, fulminado por sus semejantes sin piedad ni remisión.

El odio genera odio. La violencia genera violencia y nos desplazamos por una carretera que nos conduce a la destrucción. Y los cimientos de nuestra sociedad se quiebran cuando la edad infantil no puede preservarse y permanecer ajena ante la brutalidad del adulto. Una infancia mancillada con la vejación, frente a una niñez que demuestra una fascinación innata por las armas de fuego. El arma sustituye al juguete y el benjamín sin valores pierde el respeto por la vida ajena. Ya no es sólo la violencia del adulto la que arremete a la infancia sino que la propia violencia está insertada en su seno.

Clint Eastwood, veterano director asentado en la industria, articula su discurso sirviéndose de la transparencia funcional que ajusta la expresión estética del psicologismo de sus personajes según la secuencia requiera.
Para ello, siguiendo los cánones clásicos articula una historia en cinco actos con un prólogo y un epílogo en el que desarrolla dos líneas narrativas que ponen frente a frente dos justicias sobre las que ya se ha interrogado a lo largo de su extensa filmografía: la justicia institucional y/o policial simbolizada a través del personaje de Sean (Kevin Bacon) y la justicia poética o justicia de la calle simbolizada en el personaje de Jimmy (Sean Penn).

Dos arcos argumentales que acabarán confluyendo en un clímax resolutivo configurado mediante un montaje paralelo. Una forma de montaje que también se usará para presentarnos el desencadenante (la muerte de Katie) que conducirá a la confrontación de los dos personajes principales, y por extensión, de las dos justicias plasmadas.
En su film y en su cine en general, no existe un universo ficcional fuertemente condicionado por marcas de enunciación que hagan opaca la expresión fílmica. Podría pensarse en falta de cohesión formal ante un academicismo que busca adecuarse de la forma más efectiva posible para transmitir la emoción inherente a la narración de una tragedia urbana con leves reminiscencias shakesperianas.

Por lo que no buscará la coherencia de su discurso a través de la forma. Será precisamente una iconografía cristiana en clave alegórica y cierta repetición en las angulaciones de cámara, a través de picados y contrapicados, las que otorgarán unión al conjunto. No obstante, será a partir del personaje de Dave (Tim Robbins) sobre el que se permitirá ciertos signos de puesta en escena autorales. Para ello, utilizará el simbolismo del género de terror para trazar la perturbación anímica del personaje de Dave, así como un uso artístico de la luz recordando la composición pictórica de cuadros de Caravaggio con motivación religiosa.

Y es que Clint Eastwood busca atrapar al espectador a través de la conmoción y para ello, construye unos personajes que optan por tomar decisiones bajo un entorno de presión, provocado por el dolor desgarrado que conlleva vivir en una atmósfera nublada por el odio y la violencia. Además, repara en un psicologismo que permita clarificar las motivaciones y decisiones de sus personajes atormentados. Con los que muestra, la debilidad y flaqueza de la naturaleza humana con sus sospechas, inseguridades y traumas que nunca dejan de supurar. Por ello, no se resistirá a impregnar el relato de sus fuertes creencias católicas, las cuales bañarán la historia en una pátina de conceptos cristianos, tales como el pecado, la piedad o falta de ella, el castigo y la justicia divina, etcétera.

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