miércoles, abril 28, 2010

Grupo salvaje

Sam Peckinpah es un director fundamental para analizar la violencia en el cine norteamericano. Y Grupo salvaje es probablemente su obra maestra y la síntesis de su reflexión sobre el hombre y la construcción de su identidad como un ser fundamentalmente agresivo y hostil con el prójimo. En todo caso, una concepción más próxima a Hobbes que a Rousseau.

1969 no era un año para ser especialmente optimista viviendo en Norteamérica. La guerra de Vietnam en su virulenta sangría, los crímenes perpetrados el año anterior a Martin Luther King o a Robert F. Kennedy, pocos años después del magnicidio que sufrieron en la misma década, no inducían a albergar ilusiones por el futuro. En todo caso, certificaba que la sociedad y el hombre, por mucho idealismo de la revolución contracultural de los hippies, no lucía un estado de pacificación.

Sam Peckinpah desgrana su ira y teje una ficción rabiosamente preñada de violencia. Una violencia porosa, sucia, profundamente cínica y descarnada. Para ello, frente a la aparente fosilización a la que habían llegado géneros como el musical y el western, Peckinpah se aferra a él en sus alientos agónicos, mientras el castillo de los grandes estudios se derrumbaba. Y lejos de entonar un réquiem o de establecer un punto final a un género que parecía evocar tiempos mejores de un pasado cinematográfico, mete las manos en el lodazal y se quita los guantes para realizar una comparecencia en la que no da sentencia de muerte al western sino que se agarra a él como el personaje de Pris (Daryl Hannah) en Blade Runner (Ridley Scott, 1982), cuando muere a manos de Deckard, donde emitía aquellos gritos desgarradores y aquellas convulsiones agitadas mientras era abatida en el suelo. Agarrarse a la vida con fiereza. Como ella, Peckinpah se agarra con bestialidad a un género que presenta carta de defunción y en su último aliento, hincha el pecho, respira fuerte y el odio explota con toda su agresividad. Es por ello, que si bien durante toda la película Peckinpah niega constantemente la épica característica del western clásico, ésta llega finalmente en un final elegíaco, que como no puede ser de otra manera, está basado en una cruenta carnicería de la que no sale vivo (casi) nadie. Se acabaron los finales felices.

De ahí que la plástica del film parezca descuidada, con un montaje y unos barridos que afean la imagen, amén de unos zooms que evidencian una visión "sucia", inmediata, vivaz y la música ya no adorna las escenas feroces. No hay tiempo para la contemplación pasiva de la belleza. Aunque eso no sea óbice para extraer un lirismo del polvo y de la mugre, remitiendo a la época fundacional de la nación. Un estado de depredadores, donde la ruindad reina en un panorama anímico putrefacto corrompido y anegado por una desoladora pobreza que inunda el paisaje.

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