domingo, septiembre 20, 2009

Los cuatrocientos golpes


Esta crítica fue previamente publicada en El Espectador Imaginario Mayo nº 1

Parece mentira que hayan pasado ya cincuenta años desde que François Truffaut irrumpiese en el festival de Cannes con su película Los cuatrocientos golpes (Les Quatre cents coups, François Truffaut, 1959), llevándose el premio al mejor director, justo un año después que el festival de Cannes le vetase la entrada como periodista por sus incendiarias críticas.


Recordemos brevemente cómo en 1951 André Bazin junto con Jacques Doniol-Valcroze y Joseph Marie Lo Duca fundan la revista Cahiers du Cinéma desde la que configuran una nueva forma de entender la crítica profesional y por extensión, el cine. En dicha publicación, junto a Bazin se agrupan “los jóvenes turcos”: Jacques Rivette, Jean Luc Godard, Eric Rohmer, Claude Chabrol y nuestro Truffaut.

Desde allí plantearán una firme oposición al cine que mayoritariamente se realizaba en Francia después de la posguerra. El llamado Cinèma de qualité o en un marcado tono edípico, el cine de papá.


Este cine se componía de filmes asentados en reconstrucciones históricas que partían de adaptaciones literarias prestigiosas donde las biografías de personajes ilustres de la cultura francesa solían ocupar un gran número de la producción fílmica.


A nivel formal, destacaban por su corrección técnica pero asentada en fórmulas de probada eficacia sin capacidad de innovación. No se asumían riesgos y se desarrollaban guiones bajo recetas establecidas. El director en ese sentido, actuaba como un artesano donde era el guionista quien cobraba protagonismo. Por ello, el famoso artículo de Truffaut escrito en enero de 1954, “Una cierta tendencia del cine francés” atacaba frontalmente el trabajo de aquellos guionistas principales.


Precisamente la reacción frente al cine francés que se elaboraba en aquel entonces, les llevó a establecer una taxonomía de directores, estableciendo una selección en función del concepto de autoría. Entenderán así la dirección como la expresión directa de la personalidad del realizador. De forma casi irreverente o provocadora fijarán su atención en creadores norteamericanos considerados comerciales, entronando a realizadores como Alfred Hitchcock, Howard Hawks o Fritz Lang. Esta distinción constituirá la famosa política de autores. Por ello, otorgarán consideración crítica valorativa a directores como Jean Renoir, Roberto Rossellini, Robert Bresson u Orson Welles.


Frente al anquilosado panorama cinematográfico francés, este grupo de críticos fervorosos cinéfilos, estaban reclamando a gritos un necesario relevo generacional para revitalizar una industria cinematográfica que se estaba atrofiando. Y por ello, no tardarían en predicar con el ejemplo. Nace la Nouvelle Vague siendo el pistoletazo de salida, la edición del festival de Cannes del año 1959 otorgando el crédito a dicho impulso flemático con el premio no solo a Truffaut al mejor director por Los 400 golpes sino además premiando a Hiroshima, mi amor (Hiroshima, mon amour, Alain Resnais, 1959) con el premio especial del jurado.


En la profunda individualidad y heterogeneidad artística en el seno de la Nouvelle Vague, Truffaut se decanta por debutar en el largometraje echando la vista atrás a la infancia. Gracias a su suegro, Ignace Morgenstern que contribuyó en la producción, Truffaut pudo narrar las vicisitudes del mentiroso patológico y ladronzuelo Antoine Doiniel (Jean Pierre Léaud) en su denodada búsqueda de la libertad. En esa independencia en la producción facilitada por su familia política, rodará una película de bajo coste que quiere respirar aire puro, que quiere sentir el pálpito de las calles de París (recogiendo las lecciones de los neorrealistas) y que se alza como un canto a la infancia como lugar de preservación de la memoria.


Precisamente por ello, la música acostumbrará a acompañar y puntear todos aquellos momentos en los que Doiniel sale a la calle, enfatizando el lirismo fruto de la celebración jubilosa de que el cine francés salga por fin a la calle.


Hay en este largometraje una profunda ternura, sinceridad y corazón en la descripción cotidiana de la vida de Doiniel, desde un día cualquiera en el aula hasta la llegada al centro de observación para jóvenes delincuentes en el que acaba (huyendo).


Frente a la infancia subversiva, anarquista y revolucionaria de Jean Vigo en Cero en conducta (Zéro de conduite, 1933), Truffaut en cambio prefiere susurrarnos al oído apostando por una sutileza en la composición formal. Todo en apariencia, muestra una sencillez candorosa que nos hace deslizarnos suavemente a través de los diversos instantes que suspenden la acción. Respeta, dentro de lo que cabe, que cada escenario se corresponda con la unidad sintáctica del plano secuencia en la que el montaje no efectúe injerencias notables en la construcción espacio-temporal. De esta manera sigue las enseñanzas de su padre ideológico Bazin, donde los diversos momentos en la vida de Doiniel están bellamente suspendidos en el pulso narrativo. No hay premura por narrar acontecimientos y sí por querer embargarnos en el suave movimiento relajante de una mecedora. De la misma manera que cuando llevamos un tiempo en la mecedora no sentimos el movimiento balanceante, con Truffaut haciéndonos cómplices de Doiniel, no nos percatamos que hemos llegado al final del largometraje. Y su visionado, sea el número de veces que sea, nos hace sentirnos como si estuviésemos en un paseo melancólico otoñal junto al mar.


Uno no puede evitar hablar desde su propio terreno afectivo personal cuando se acerca a una propuesta que nos ronronea cariñosamente destilando sinceridad por todos sus poros. Fiel a la reflexión metacinematográfica que realizó desde las filas de la crítica profesional concibe su film desde el concepto de autoría. Por ello, dota a Doiniel rasgos autobiográficos como el altar a Balzac, su gusto por el cine o sus escarceos en el hurto y la baja delincuencia, signos evidentes que otorgan a su film manifestación expresiva de su personalidad. Como alguna vez declaró, habla de lo que sabe o de lo que siente. Y por eso no duda en insertarnos la bella y sencilla escena de los niños presenciando una representación de marionetas, inconscientes en su fascinación expresiva de lo que ven, sin saber que están siendo rodados. En la panorámica que capta el ambiente general desplazándose lateralmente se cierra colocando en la figura central un sencillo momento en el que un niño recuesta su cabeza en el hombro de otro. Hay en ese instante una poética ternura que no solo nos muestra su profundo cariño a la infancia sino que nos roba el corazón con un pequeño gesto insignificante pero en el que encierra toda su declaración de amor por la niñez.


Me atrapa de este largometraje el lirismo que se consigue de la sencillez compositiva claramente naturalista. Su sobriedad y elegancia formal, en la que huye de subrayados expositivos, nos aproxima con mayor verosimilitud al costumbrismo ficcional creado en torno a Doiniel. Y escasas veces seremos testigos de los espacios que se ocupan si no se encuentra Doiniel en él. De esta manera, Truffaut fuerza la identificación del espectador. Pongamos por ejemplo el momento en que Doiniel, después de cenar, baja la basura. En el momento que él sale, nosotros salimos con él escaleras abajo. Y no volveremos a casa hasta que Doiniel no vuelva. Es otro momento que no posee valor narrativo, pero que otorga coherencia a la filiación del espectador con Doiniel. A él nos adheriremos siempre y a pesar de que el niño se nos antoje como un trasto, nos despertará la simpatía cómplice en contraste con el mundo adulto. Porque de la misma manera que los jóvenes turcos alzaron su maquinaria de guerra frente al cine de papá existe una fractura evidente entre el mundo adulto y la infancia representada. Un hijo que no fue deseado y que es consciente, que no percibe amor o ternura por sus progenitores, acabando sus huesos en la máxima represión por la ineficacia y desentendimiento de los padres, en un espíritu que quiere, que necesita sentirse libre. El mar como libertad y esa interpelación a cámara en la que se cierra una historia no conclusiva, sugerente de auténticos retazos de vida palpitando.


Cincuenta años después, mantiene su pureza fílmica intacta, siendo una propuesta modélica en la descripción psicológica y afectiva de un infante. Esa honestidad otorga un plus de veracidad que hace que nos sintamos afectivamente ligados a una bella historia que soslaya la narración para entrar en el discurso personal de un director que nunca quiso para fortuna de nosotros entender el cine como una profesión, sino como una pasión.






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