jueves, abril 08, 2010

París nos pertenece

Del conglomerado artístico de la Nouvelle Vague, Jacques Rivette fue el menos prolífico y el más esquivo. Hoy, cuando se celebran los cincuenta años de dicho movimiento, es el menos citado y recordado de ese cine que emergió y se alzó como algo nuevo.

De todas aquellas nacientes películas que configuraron una forma diferente de entender el cine, París nos pertenece es una de las menos mencionadas. Posiblemente fue la más excesiva de todas, con sus 141 minutos de metraje que sustentan un prolongado macguffin conspiratorio. Pero quizá sea la película que mejor muestra cómo esa corriente de pensamiento, que en aquellos años estaba en boga, era transpirada por los jóvenes turcos.

Es, por derecho propio, la película más existencialista de todas, desde su mismo argumento, que parte de la investigación emprendida por una joven estudiante francesa, Anne Gaoupil, del suicidio de un republicano español emigrado a Francia. De entrada, se presencian varios aspectos que permiten atestiguar cómo Rivette, el principal teórico de la política de autores en Cahiers du Cinéma, entró en la modernidad.

La mujer moderna

Por un lado, destaca la construcción del personaje protagonista, que emerge desde el rol femenino clásico unidimensional para irse configurando como una personalidad acorde con los nuevos tiempos de los años 60.

Porque Anne le sirve al espectador para introducirse en un ambiente parisino poblado de estudiantes, aficionados al teatro independiente y exiliados izquierdistas. Todos ellos, en sus reuniones y sus encuentros en las calles urbanas, conforman un ambiente metropolitano enrarecido, en el que pesa un sentimiento de paranoia, desolación, inquietud y angustia por la presencia de un poder invisible y totalitario de largos tentáculos, que se cierne sobre los jóvenes intelectuales y progresistas.

A medida que Anne va entrando en ese círculo de amigos de su hermano, pierde definición y gana ambigüedad. Se fragua en su interior una lucha dialéctica entre razón y sensibilidad cuando se enamora de Gerard, el director de teatro aficionado que trata infructuosamente de estrenar una representación de Pericles. Además, el influjo hipnótico que ejerce en ella Philip, un americano exiliado, la empuja a interesarse por el misterioso suicidio de Juan y a adentrarse en unas aguas turbulentas que desestabilizan la ingenua unidad del principio. Asistimos, pues, a un trayecto de descomposición anímica marcado por la lucha de fuerzas contrarias en su interior, en un progresivo estado de confusión.

De esta manera, Anne está emparentada con otra mujer protagonista del cine de la rive gauche, la Emmanuelle Riva de Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959).

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