viernes, abril 22, 2011

Un profeta

Con la irrupción de la Nouvelle Vague el cine francés cambió su fisonomía para siempre. Y en mi caso personal, con el descubrimiento de dicho movimiento,  también cambió mi percepción. Hoy afirmo sin ningún atisbo de dudas, que si queremos entender las cinematografías por nacionalidades,  el que se hace en Francia  en la actualidad, es el mejor que se realiza en Europa. Y ya los jóvenes turcos, en aquel entonces, reivindicaron y juguetearon con los géneros clásicos americanos. Jacques Audiard también. Lo cual no implica (necesariamente) que Audiard responda a la filiación estricta de sus antecesores de la modernidad. Algo que es mucho más claro en un director como Christopher Honoré o Arnaud Desplechin.

Audiard, es sin duda alguna, vista su trayectoria, un enamorado del cine negro o cine criminal ya sea en su variante americana o francesa (el cine polar). Sus tres últimas películas desde Lee mis labios (Sur mes lèvres, 2001) responden a esta seña de identidad. Posiblemente, la que nos ocupa se pliega de forma más fidedigna a las convenciones del género, aunque se permita pequeñas digresiones que embellecen la propuesta. Si en De latir mi corazón se ha parado (De battre mon coeur s'est arrêté, 2005) nos establecía dos líneas narrativas indisociables pero que convergían forzadamente en el personaje principal, provocando con ello una alienación y una fuerza de presión en el protagonista, en Un profeta, la línea espiritual de Malik (notable Tajar Rahim), a la que alude el título, aparece socavada, como un subtexto que nos permite elevar la trama criminal, otorgando así un vigor alegórico al proceso evolutivo del personaje. De joven analfabeto y delincuente de poca monta, a poseedor de un imperio basado en el narcotráfico de hachís.

Esta connotación religiosa que se construye como si de un palimpsesto se tratase, viene punteada por las apariciones de Reyeb (Hichem Yacoubi), personaje que acompaña a Malik, en sus momentos de soledad en la celda, y que fue su bautismo de sangre. El arco narrativo viene fijado por dos crímenes. El que le liga (forzadamente) a los corsos al inicio. Y el del final que lo acaba liberando y adquiriendo así la ascendente figura de profeta entre los suyos, desde un valor simbólico.

Audiard es coherente consigo mismo. Y es fácil establecer conexiones entre sus dos últimos filmes. El protagonista de De latir mi corazón se ha parado se siente obligado a prermanecer en el mísero negocio inmobiliario siguiendo la línea marcada por su padre (Robert Seyr interpretado por Niels Arestrup). Esta trayectoria entra en crisis, cuando decide reavivar el legado que le dejó su madre fallecida: el piano. Su implicación en la faceta artística, retomando sus clases de piano, le coloca en una situación de crisis y sufre un convulso desequilibrio en cuanto le sirve de reacción para querer alejarse del camino paternal. El piano cada vez más inunda su vida, contagia su faceta criminal, le distrae y le perturba encontrándose en una intersección de motivaciones muy incómodas que le devoran. Por ello, el piano viene a ser el acto de realización personal por la vía de lo artístico. Ese camino que nunca debió abandonar y que ahora es la salida que le permite escapar de su desdichada vida. Eso implica desprenderse de la silueta del progenitor. Superarla, encontrando su autonomía personal.

En Un profeta, Malik no tiene familia alguna. Es un paria analfabeto y solitario cuando entra en la cárcel. Si quiere sobrevivir en el entorno hostil en el que se ve confinado (el salto de la adolescencia a la madurez), debe mancharse las manos de sangre. Obligado por la fuerza y el dominio de César Luciani (también interpretado por Niels Arestrup), líder de los criminales corsos que ostentan el poder en la prisión, tiene que matar a Reyeb, testigo clave de un juicio. Al hacerlo entra bajo la protección de Luciani, convirtiéndose así, en una clara metáfora, la figura paternal que nunca tuvo. La emancipación de Malik pasará por tener que superar esa obligada sumisión al padre. Y ese proceso es la curvatura argumental del film a través de un hilado y elaborado guión que te atrapa desde el primer fotograma en su excelente construcción y verosimilitud. No es casualidad que sea el mismo actor (Niels Arestrup) quien interprete el mismo rol simbólico en ambos films, con lo que las concomitancias son más que evidentes.

Igualmente Malik estará entre dos tierras, en este caso representada bajo el signo actual de la diáspora cultural que se da en la cárcel, mediante el retrato de los musulmanes y de los corsos. A esta situación, sumamente incómoda y que puede ser un perjuicio para él, dado que es un musulmán al servicio de los corsos, por lo que ni unos ni otros lo aceptan como de los suyos, Malik sabrá sacarle provecho en beneficio propio. Su juego de supervivencia será ese, el que ya comentábamos en la cobertura del festival de Cine Negro de Manresa. Ver, oír, callar y actuar cuando sea el momento adecuado. La paciencia, la templanza, la astucia y la sagacidad son las que le permiten emerger, superando su déficit de analfabetismo. Asimismo como en su anterior largometraje, es una historia de superación personal, de realización de su ser.
 

martes, abril 12, 2011

Pa negre

El trabajo inconstante de Agustí Villaronga, largamente dilatado en el tiempo (9 obras en un período de 25 años), lo convierte en una rara avis dentro del panorama español. Quizás por eso mismo nos parece que está injustamente poco reconocido, frente otras voces singulares. Ya es hora de remarcar que atesora en su trayectoria algunas de las películas más arriesgadas y perturbadoras que existen en el cine contemporáneo escrito con ñ. Pan negro ha perdido algo de viciosa atmósfera, pero sigue indagando en la podredumbre moral. El alma humana supura, hiede y emana un sopor putrefacto que pervierte el ambiente; ahoga a quienes lo sufren y deja sin resquicio a todo aquel que queda contaminado.

La infancia en Villaronga siempre es violada, literal o metafóricamente. La pérdida de la inocencia, motor común de muchos de su films junto con Pan negro, siempre es una acción agresiva y desgarradora. A ello se le une siempre una homosexualidad patológica. Los traumas, fruto de la no asunción de la identidad sexual, derivan hacia una deformación demente que animaliza y convierte en enfermos de psiquiatra a aquellos personajes que sufren su diferencia con fulgurante desgarro. Valgan como ejemplos, la pederastia en Tras el cristal (1985) o el sufrimiento como martirio religioso en El mar (2000). Ser gay en su cine es toda una agonía, derivando, como decimos, hacia una psicopatía y/o desorden mental agudo. Pan negro tampoco es una excepción, ya que aquí son las víctimas involuntarias, aquellas que desatan las bajezas morales de una sociedad civil todavía impregnada de la brutalidad y la sinrazón de la guerra.

Siguiendo con las constantes del director, la creación de ambientes sofocantes y opresivos, de una intensidad inquietante pocas veces vista en el cine español, nos han legado imágenes de una contundencia abrasadora. El impacto y el desasosiego que busca imprimir al espectador lo empujan hasta los límites de lo soportable, insertándolo en una odisea de pesadilla.

Llegados a este punto, animo al público español hastiado con películas ambientadas en la posguerra, a que abandone sus prejuicios (lógicos dada la insistencia de buena parte de la retórica de la cinematografía peninsular) y se acerque a Pan Negro. Nos adentraremos en la Cataluña rural más humilde, filmada con un lujoso cuidado de detalles, fruto de un esmerado diseño de producción centrado en recrear el miserabilismo social que se vivía en el bando de los vencidos. Se hablará de ideales (ese timón que Farriol quiere que su hijo adopte), pero solo para constatar el fracaso y el abandono en la derrota. No obstante, de la misma manera que El laberinto del fauno (2006) se servía del marco de los años 40 para trazar una parábola alejada de los cánones establecidos, Pan Negro se desvía del arquetípico tropo de las dos Españas confrontadas para que, al igual que en el clásico thriller de Clouzot, El cuervo (Le corbeau, 1943), el realizador destape una lluvia de odios enquistados, traiciones y mentiras en el lado de la izquierda. Una vez que la tormenta arrecia ya no hay paraguas que sirvan. La conflagración bélica ha dejado diezmado moralmente a un pueblo y la naturaleza humana ya no entiende de maniqueísmos. En todos lados cuecen habas.

Para ello, se hace uso de un formato de suspense criminal como vehículo para dosificar la trama, de la misma manera que la agiliza y consigue que sea un film agraciadamente fluido y bien conducido. Tratándose de Villaronga, no podía faltar una secuencia de impresión. El clímax abrasador de El mar aquí invierte su orden para abrir el film con una secuencia impactante y explícita. Un crimen seco, bruto y cortante, filmado ejemplarmente, te agarra a la butaca. El responsable de ese acto homicida, oculto para nosotros, será el punto de arranque para que viajemos a una comunidad totalmente marcada por la fatalidad, a la manera de los mejores films de cine negro, pero sin sus siluetas características.

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