martes, mayo 10, 2011

Contracorriente

Una leve cortina de arena se levanta sobre la costa, bordeando el mar. El plano-almohada[1], según denominación de Nöel Burch, que se repite dos veces, guarda algo de fantasmagórico, de inquietante belleza natural. Santiago desaparece... y vuelve a aparecer. Contracorriente, del debutante Javier Fuentes-León, integra así la premisa fantástica en su relato. Mediante un plano vacío que responde al color terrario del hombre, el azul incorpóreo convive en armonía, gracias a las tradiciones de una apacible villa sujeta entre escarpadas montañas y una pulimentada playa. Marrón y azul: carne y espíritu.

Ni jóvenes, ni guapos, ni urbanos. Javier Fuentes-León, como en Ander (Roberto Castón, 2009), se aleja de los tropos del cine de temática homosexual para narrarnos una bellísima y sosegada historia sobre la dignidad. Y para ello, al ritmo omnipresente de las olas batiendo en la arena, nos lleva al Perú pesquero, endogámico y fuertemente seglar. Miguel, pescador respetado en la comunidad, oficia las últimas honras al cuerpo fallecido de su primo para que su alma pueda alcanzar el descanso final. También espera ilusionado un hijo de su entregada mujer. Pero donde nadie le ve, Miguel busca el encuentro con el Otro, ese forastero que solo viene cada verano y lo único que hace es mirar aquí y allá y hacer fotos. Ese pintor, que ya saben, está aquí porque lo echaron de su sitio por maricón. ¿Qué es ser un hombre? ¿Se puede querer a un hombre y a una mujer? ¿Se puede combinar espiritualidad católica con homosexualidad? El realizador debutante responde a estas cuestiones con contenida emotividad para narrarnos el vía crucis de Miguel.

Para ello, Contracorriente, mediante un costumbrismo folklórico que hace acordarnos del engalanado realismo del cine italiano de posguerra -La terra trema (1948) de Luchino Visconti, con su comunidad de pescadores será una fácil evocación-, se articula en tres bloques modulados pero bien diferenciados. El primero, con Miguel y Santiago en su pasión clandestina, trae a la memoria el referente de Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005), para reflejar las prisiones emocionales en las que se confina el amor homosexual en entornos tradicionalistas y lejos de las urbes con mente progresista. La doble vida de Miguel es el encierro forzado de Santiago, a cambio de unas briznas de entrega, las cuales justifican cada vez menos la mazmorra que se han forjado.
Pero ahogar Contracorriente con la banalización de la cita del film de Ang Lee sería estrechar la propuesta. Porque en todo caso, actúa como motor de arranque para que la película nos lleve por otros senderos, alejados de los transitados por Jack Twist y Ennis del Mar. Lo siguiente que veremos, una vez que el mar se lleve lejos a Santiago, será una agraciada metonimia que actúa como idealización de una situación disonante. Donde antes había cadenas ahora correrá libre con cielo despejado. De la misma manera, en un doble ejercicio metafórico, gracias a las posibilidades de incluir el fantástico en los pliegues cotidianos, la misma situación permitirá canalizar el duelo por la ausencia del amado. Pero Fuentes-León, plácido, se aleja de la impresión grave (el gesto suave es la nota común), que suele derivarse de la profunda aflicción provocada por la pérdida. Porque mientras lo recordamos, sigue con nosotros. Y en esa viveza, Miguel consigue hacer feliz a todo aquello que más ama: Mariela, Miguel y Santiago, en ufana armonía. Pero el unchained melody en clave política no podrá sostenerse durante mucho tiempo, una vez que Miguelito haya nacido y la vela prenda su llama.

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domingo, mayo 01, 2011

Love exposure

Enfrentarse a Love exposure es tratar de navegar por un caudal rebosante de agua. Y sin duda alguna, uno de sus afluentes principales es el exceso. Ya desde su hiperbolizado metraje de 237 minutos para una película que se dirige a un público joven, se nos presenta un largometraje-cóctel, que combina sin pudor alguno y con un sentido del humor muy desvergonzado, elementos como: fetichismo, religión, sexo, acción, humor, melodrama, gore, amor, etc.

Con una primera hora fascinante (el capítulo previo al cartel de la película), la mejor virtud del largometraje es la ausencia de conflictos en la combinación de diferentes materiales, tonos y texturas formales, sin solución de contigüidad. Todo transcurre con una inusual normalidad. Y donde no existen jerarquías. ¡Oh!, el intelectual en la torre de marfil puede verse sobresaltado cuando se mezclan citas bíblicas extensas con erecciones desproporcionadas, o braguitas con el Bolero de Ravel. Todo en el mismo contenedor.

Es, sin duda, un film con una clara naturaleza alucinatoria y que centra sus esfuerzos en articular un discurso, en clave festiva, en un primer tramo para pasar a una escala más solemne y dramática, sobre cómo la religión manifiesta la insuficiencia de la razón en la lucha del hombre por sostenerse en el mundo. Y los peligros que de ello se derivan en este panteísmo contemporáneo, en el que, una vez que la religión católica  ha perdido su hegemonía, la desorientación del sujeto y su todavía necesaria voluntad de trascendencia, le convierte en una presa fácil de sectas como la que se despliega narrativamente en la segunda mitad del largometraje, la Iglesia Cero[1].

En este misticismo también se construye un romanticismo que juega con la ambigüedad esquiva de la imagen. Es decir, Sion Sono construye un amor que navega en las ideas, por tanto, nada físico. Yu (Takahiro Nishijima), en un claro complejo de Edipo nada disimulado, mediante la imagen icónica de la Virgen María, se enamora perdidamente de Yoko (Hikari Mitsushima), creyendo encontrar en ella, esa imagen pura de mujer que ha construido desde su infancia. Yoko se enamora de Sasori (Yu travestido) en los mismos términos. Fruto de su desprecio a los hombres y bajo el paraguas de su concepción platónica del amor. En el que entiende que el amado debe venir al rescate.

Vayamos por partes. Que ese amor se traduzca en instantáneas erecciones en el caso de Yu o que en el caso de Yoko le haga dudar de su identidad sexual, no vincula este sentimentalismo al aspecto terrenal del cuerpo. Al contrario, sigue inalterable la coherencia. Ya que, en el caso de Yu, es evidente la actitud gamberra y provocativa (un tanto naïf e inocente, todo hay que decirlo), de relacionar iconos religiosos con erecciones. Con ello, haciendo uso del sarcasmo, desacraliza el aspecto católico, a la vez que le pierde el respeto. Digamos que lo baja al mismo terreno pop en el que enclava su film.  Además, esa irreverencia le permite relacionar su film con el manga y anime, en cuanto se sirve de un guiño típicamente explotado en un género del anime. Pero no solo eso. Toda la parte sexual del film, con un claro sentido infantilizado, bebe directamente del echi. Laura Montero[2] nos dice que es un género para adolescentes masculinos entre trece y dieciocho años, que se centra en el despertar sexual de los protagonistas. Nos sigue diciendo que: echi vendría a significar picante o subido de tono (...) presenta por lo general a un adolescente atolondrado y no muy avezado en las relaciones con el sexo opuesto que aspira a tener una relación amorosa y sexual.

El enredo sexual, que es algo consustancial a dicha formalización, también está presente en Love exposure. Lo cual nos confirma que estamos ante un largometraje echi en carne y hueso. Una vez más, en el abordaje al cine nipón reciente, el contexto permite que deduzcamos el sentido.

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