
La película arranca en el verano de 1984, cuando el sida todavía no había alcanzado la cobertura mediática que tendría posteriormente. De esta manera, el largometraje se erige como un filme testimonial de un momento histórico, en el que emergió a la luz pública una pandemia letal, que no tardaría en adquirir una nociva connotación moral. El sida, tal como están afianzados los parámetros sociales de la civilización occidental, sigue siendo un tabú. Y de la misma manera que los medios de comunicación no parecen acordarse de la hambruna de los niños etíopes de los años 80, hoy el sida ha sido silenciado y su presencia se ha reducido a escasas noticias de los efectos devastadores que provoca en países del África negra.
El cine reaccionó tarde y escasamente a la hora de reflejar cómo la nueva enfermedad estaba reconfigurando las prácticas sexuales y cómo penetraba en las dinámicas socioculturales. Por no hablar, ni se habló del alud de víctimas que estaba llevándose consigo. Sólo se empezaron a construir historias sobre el sida a partir de los años 90, fundamentalmente en circuitos minoritarios y destinadas a un público gay. Philadelphia (Jonathan Demme, 1993) fue casi la única respuesta frontal por parte de Hollywood. El espacio no permite un análisis extenso, así que sólo diré que podrían haberse ahorrado esa visión autocomplaciente y paternalista en la que, una vez más, con buenas intenciones, se sirven del sida para establecer un alegato antihomofóbico (algo que secundó el propio Tom Hanks durante el acto de recepción del Oscar). Dicen que el infierno está lleno de buenas intenciones.
Entre frases como "pobrecitos gais" y "es un castigo divino por una vida disoluta", el sida se encadena como clavo ardiendo a la visión cultural de la homosexualidad desde un discurso heterocéntrico y esencialmente moralista. Los testigos intenta alejarse de estos dos vértices en la medida de lo posible.
Sabemos cómo la enfermedad estigmatizó a la comunidad gay. Sorprendentemente, esto no aparece en el film de Techiné. Por fortuna, otras películas, como Su hermano (Son frère, Patrice Chéreu, 2002) o El tiempo que queda (Le temps qui reste, François Ozon, 2005) reflexionan sobre el tema, con protagonistas gais y encuentros entre Thánatos y la juventud, pero no a causa del sida.
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