
Por ello el film gravita entre dos texturas que se corresponden por un lado, con la plasmación estilística del cine negro postmoderno en un ambiente urbano y nocturno preñado de violencia. Aquí vendrá explicitado con movimientos de cámara dinámicos que otorgan un grafismo difuso e inestable. Y por otro lado, acorde con un cine taiwanés más autoral, entrarán a formar parte de la anotación estética formas más reposadas con planos generales y ralentizaciones para dar testimonio del ambiente de quietud y espiritualidad sobre el que quiere reposar también el largometraje. De esta manera, se establece una confrontación entre dos ámbitos que no se diferencian no sólo por lo estrictamente geográfico (el neón urbano frente al sosiego verde de la colina), sino que además se presentan como dos espacios anímicos opuestos.
Tal como se comenta en las notas de producción del filme, el proyecto nace ante el contacto y fascinación del director con el grupo de percusión U Theatre (que también aparecen en el film). Se trata de un grupo musical que fundamenta su vía creativa partiendo de una reclusión voluntaria fuera del mundo urbano en el que se nutren de misticismo, meditación y artes marciales para tratar de alcanzar una metafísica musical a través de la percusión con los tambores.
Esta experiencia, sin duda loable, podría haber dado pie a la realización de un documental sobre dicho grupo musical. No obstante Kenneth Bi, opta por tejer una ficción que de tan esquemática, acaba resultando insuficiente.
Para ello, nos coge al hijo de un mafioso local, Sid (Jaycee Chan), que debe ser escondido por su padre, ante el affaire sentimental que mantiene con Carmen (Hei-Yi Cheng), la novia de uno de los grandes capos mafiosos. Para que acabe conociendo al grupo musical, nos conduce al protagonista ante las colinas taiwanesas y él, que ya era batería de un grupo de rock, querrá entrar en contacto con dicho grupo movido por la curiosidad.
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